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El mito del peyote. Parte 1: Sueño

Viajé hasta la remota y cinematográfica Real de Catorce buscando sin buscar un encuentro con el peyote. La ciudad, antiguo enclave minero venido a pueblo fantasma tras el saqueo de los yacimientos, había resucitado parte de su auge y convertido, a partir de los setenta, en parada forzosa para cualquier mochilero con inquietudes espirituales y/o dispuesto a ponerse morado de mescalina. Me aproximaba a la población con abierto recelo: Los alucinógenos me imponen y ando de vuelta de trascendencias baratas new age. Además, había sufrido tanto la canícula en Aquismón y San Luis Potosí, que la idea de enfrentarme al desierto me saturaba de terror y una descomunal pereza. Sin embargo, mientras contemplaba desde el asiento del autobús la metamorfosis del paisaje, con su vegetación imposible y sus aleatorios remolinos de viento, me descubrí curiosamente a la expectativa. Al recoger mi equipaje conocí a un grupo de estudiantes a parteros, también recién llegados. Juntos atravesamos el fantasmagórico túnel de Ogarrio, que desemboca en Real de Catorce, compartimos tarde y cena, y, al final del día, me invitaron a acompañarlos en lo que sería una experiencia única, indescifrable.

El peyote, cuyo nombre científico es Lophomora wiliamsii, pertenece al grupo de las cactáceas. Endémico de México, abunda en zonas desérticas como Chiahuahua y Cohauila. Su fama la debe al alto contenido en mescalina, un alcaloide psicoideo de potente efecto alucinógeno cuyo uso terapéutico en enfermos mentales aún se discute. Los huicholes o wixarikas, etnia de los estados occidentales de Nayarit y Tepic, lo veneran como planta sagrada y peregrinan una vez al año, salvando espectaculares distancias, para su consumo ritualista. A través de la ingesta, alcanzan a sobrevivir bajo condiciones extremas, tolerando hambre, frío y cansancio, y son testigos de visiones relativas a su pasado, futuro y compleja cosmogonía. El consumo de peyote está penalizado en México pero a los huicholes se les permite si es con fines tradicionales. Con reputación de huraña y elitista, la tribu huichol, famosa por sus hipnóticos diseños de coloridas cuentas, se ha mantenido leal a sus creencias y relativamente aislada de las grandes mayorías. Durante la Conquista, escaparon de los españoles huyendo a las cordilleras centrales y, en el pasado y actual siglo, espantaron de sus territorios a las industrias mineras gracias a numerosas manifestaciones y el apoyo de un amplio círculo artístico-intelectual.

Habíamos resuelto partir temprano. A la mañana siguiente, nos encontramos en el patio del hostal. Aún reinaba oscuro. Componíamos el grupo siete personas: el maestro, los cinco estudiantes y yo. Los aprendices variaban en razones y antecedentes. Omar cooperaba en varias asociaciones culturales para la difusión del conocimiento indígena y acusaba sobrepeso. Eduardo era grande cual jugador de baloncesto, maestro de Reiki y Magnifying Healing, aunque se ocupaba de las cuentas de una oficina. De la tranquila Myrna, apenas alcancé a saber que trabajaba como cajera y que entre sus hijas la diferencia de edad era considerable. Ariana, casi india, desde hacía años participaba en la Danza de la Luna, un ritual femenino de baile que se prolonga por cuatro días y noches. La acompañaba su hijo Carlos, un adolescente de rostro inescrutable, cuyas inquietudes lo habían empujado al estudio de la filosofía. Nuestro guía se llamaba Jose. Lucía una hermosa trenza, la piel oscura. Los ojos rasgados y la cara ovina le conferían un aspecto casi extraterrestre. Su historia lo presentaba, cuanto menos, interesante: hijo de una comadrona náhuatl, la inesperada ausencia de la madre, lo había abocado, con tan sólo catorce años, a asistir a una mujer parturienta. A partir de entonces, continúo profundizando en una sabiduría innata y, más adelante, recorrería México como hombre medicina, ayudando a otras mujeres a dar a luz. Luego, en plena crisis existencial, un asalto lo despojó de sus escasas pertenencias. Dispuesto a perderse para siempre, se internó en el desierto. Vagaría varios meses, alimentándose de alacranes y serpientes, recolectando material para artesanía y estudiando las estrellas. También se ayudó del peyote. Hasta que se sintió en comunión consigo mismo y regresó al otro lado. Había fundado una pequeña escuela de medicina natural y, con motivo de su treinta y cinco cumpleaños, regresaba acompañado por sus estudiantes al desierto.

Con paso moderado, las cabezas protegidas del sol, marchábamos en fila india. Mis compañeros cargaban voluminosas mochilas. El primer objetivo era alcanzar el Quemado o Wirikuta, montaña sagrada de los huicholes, en cuya cima se alza el templo del Padre Sol. Allí se depositarían los rezos, ofrendas del grupo y sus allegados, con peticiones para que la deidad cumpliera. Se trataba de un recorrido arduo, fatigoso, y, de acuerdo con Jose, necesario para eliminar el ruido de nuestras mentes: una depuración que nos preparaba para el ritual y presentaba ante el venado. Recorríamos, afirmaba Jose, los pasos del espíritu y hasta bebíamos la misma agua cuando rellenábamos las botellas en los arroyos del camino.

Yo me esforzaba en practicar el mayor desapego posible. El terreno resbalaba con facilidad y las espinas se empeñaban en clavarse. Cada nueva escalada superaba en perfidia la anterior. En una ocasión, delante de mí rodaron tres compañeros cuesta abajo. Se hirieron, mochilas y ropas rotas. Después, bruscamente, el grupo se dividió y demoramos largo en reencontrarnos. Debíamos ser precavidos, atentos a los desniveles que ocultaban en un instante el camino sugerido.

Jose, feliz en su hábitat, ajeno al cansancio, nos animaba con sus fantásticas observaciones: acá huele a zorrillo, esas son huellas de coyote, ¡mirad los restos de meteorito! El paisaje desde cada cima conquistada recompensaba nuestros esfuerzos y camuflaba el inminente agotamiento.

Sin embargo, cuando pasadas las ocho de la tarde, el sol se hundía y un afilado viento nos azotaba la cara, la ilusión terminó de abandonarnos dando paso a la incertidumbre y cierto malestar. Veníamos de escalar una pendiente obscena que había llevado casi a las lágrimas a las mujeres. Yo notaba mis pulmones a punto de estallar. Jose expuso los hechos: Necesitábamos al menos otras cinco horas, y sólo siendo optimistas, para alcanzar Wirikuta. El grupo discutía, incapaz de decidir. Yo permanecí con actitud relajada, aunque en mi interior deseaba mandar a la montaña a freír espárragos. Finalmente se eligió pernoctar en una comunidad que se divisaba en el fondo del valle.

El descenso se reveló complicado. Fría y sin estrellas, la noche nos alcanzó. Apenas hablábamos, enfadados, concentrados en evitar las multiplicadas espinas. Hubo que desandar un tramo cuando topamos con una alambrada, volver a desviarse, lo que enrareció aún más los ánimos. Sabiamente, Ariana propuso una pausa, para relajarnos y cenar. Omar sacó su tambor y cantamos al sol, a la luna y al águila.

Entramos en el pueblito bien pasada la medianoche. Después de encontrar un claro en las afueras, ateridos por el frío y el cansancio, acampamos.

Horas después desmontábamos las tiendas. Habíamos dormido mal y poco pero mis compañeros disfrutaban de un estupendo sentido del humor. Desfilábamos por una carretera plana y polvorienta que, nos adelantó Jose, conducía directa al desierto. No tardamos en entrar en calor. De cuando en cuando, surgía una solitaria casita, una construcción de adobe, un pequeño cerco con caballos y vacas. Un pájaro rojo nos sobrevoló parte del trayecto y Jose lo interpretó como buen augurio.

En el comercio de un abandonado cruce, la tendera mencionó el tránsito frecuente de camiones de la zona y poco después uno apenas se detenía para que saltáramos a la parte trasera. Por primera vez, gracias a la velocidad, el aire se sintió fresco. A los lados, se imponía la arena, brillante, embelleciendo el paisaje.

Luego hubo que salvar otro largo tramo hasta Wadley, el último pueblo. Allí comimos, compramos fruta, rellenamos las botellas. Enfilamos otra carretera que serpenteaba y cruzaba las vías de un tren. Lejanas, nuevas montañas se alzaban y numerosos arbustos, fruto de las últimas lluvias, salpicaban el blanquecino manto hasta el horizonte. Penetramos en el desierto de espaldas, volteando sobre nosotros mismos.

Jose nos condujo a través de un improvisado sendero entre los matorrales. Liberé mis pies de los tenis, calcé sandalias, que agradecidas se hundían en el suelo. Surgimos a otro camino que se antojaba infinito. Una moto futurista nos sobrepasó. En un rancho, insistieron en vendernos piel de serpiente. Luego nos cruzó un bus escolar amarillo que transportaba huicholes; sus rostros suspicaces nos escudriñaron a través de la ventanilla. En el siguiente rancho, unos tipos siniestros pretendieron cobrarnos unas tasas por deambular por el área. Jose se mantuvo firme y proseguimos sin pagar.

El día avanzaba caluroso y sereno, nuestras piernas y ánimos ligeros por la proximidad del destino. Jose deseaba alejarnos lo suficiente hasta perder de vista el último rancho. Un chucho con cadena al cuello se había unido al grupo y nos escoltaba a cambio de migas de pan.

De repente, Jose nos hizo detener: Aquí hay un rezo, dijo. Ocultos, a los pies de una mata seca, se hallaban restos de cenizas, cera, maíz. Y aquí hay un venado. Se había acuclillado ante otro arbusto cercano, bajo el que, casi imperceptible, crecía un peyote. Todos nos arrodillamos, impacientes, emocionados, para admirar la planta sagrada, la primera que yo hubiera de ver. Me pareció una singular estrella de mar incrustada en la tierra, de un verde azul polvoriento que la confundía con su entorno. Aquella especie de florecita, casi tubérculo, prometía viajes a territorios desconocidos. Y de cinco puntas, añadió Jose, refiriéndose a sus gajos, el número ideal por su bajo contenido en mescalina y, por tanto, efectos más llevaderos.

Se organizó una rápida ceremonia para el primer descubrimiento. Jose continuó arrodillado ante el cactus, musitando frases ininteligibles, mientras los compañeros abrían sus macutos y extraían numerosas bolsas: con tabaco, pipas de calabaza, maíz, copal. Carlos y Omar se aplicaron con sus sahumerios. Myrna y Ariana cambiaron sus ropas por vestidos tradicionales. Cada uno preparó su ofrenda y, en mi caso, me cedieron, con extrema solemnidad, parte de su mercancía, que distribuí sobre un pañuelo, también regalado. Jose, ahora erguido, rezaba al viento.

Nos ajustamos en un círculo y Carlos se encargó de rodearnos con su sahumerio, cubriéndonos de pies a cabeza de un humo de penetrante aroma. Concluía arrimando la llama a nuestras manos entrelazadas y, finalmente, donde se halla el corazón. El perrillo brincaba impaciente de un lado a otro pero terminó por acurrucarse a descansar.

Entonces, por turnos, hubimos de postrarnos ante la planta, depositar la ofrenda, pronunciar una plegaria en voz alta. Yo me debatía entre un cruel escepticismo y un dulce extrañamiento ante aquellos desconocidos que no lograba entender. Se ofrecían con humildad, aspiraban a legendarias proezas y concluían con dolorosas y exageradas frases de agradecimiento. Cuando llegó mi turno me limité a duplicar gestos y palabras.

Se sucedieron unos cantos, otros rezos. El sahumerio pasó cercano.

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