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Diego y Frida (y/o viceversa)

Resulta imposible no caer bajo el influjo de Frida Kahlo cuando se visita el DF. Si la artista ya se había instituido como uno de los grandes atractivos del país, cuando exploras la capital mexicana, su omnipresencia se impone con tal gracia (pintadas de grafitis, atractivas exhibiciones, reclamos publicitarios de una Kahlo con camiseta Daft Punk), que eclipsa el resto de atracciones por descubrir. Uno olvida a los mariachis, los misterios antropológicos, la lucha libre o cualquier otro motivo que lo atrajo a la megalópolis. Y el DF se alza ante nosotros y es pura Frida.

Lo curioso e ignorado por algunos es que la mayor fama de la artista se acumuló tras su muerte, a partir de los años ochenta, y ha acrecentado hasta tal punto que la retrospectiva del 2007 organizada en Bellas Artes con motivo del centenario de su nacimiento, continúa siendo la exhibición más visitada del edificio.

En vida, su reconocimiento fue menor. Expondría en París, con la ayuda de Bretón; intervendría en exposiciones colectivas en Nueva York; y en el DF impartiría clases en la Escuela La Esmeralda. Ni por asomo comparable a la notoriedad que su marido, Diego Rivera, acuñó en aquella época tanto dentro como fuera del país. Pero, en realidad, Diego también es Frida, y ambos todavía deambulan por la gran ciudad, ¿o no es el DF el código íntimo de la particular pareja? La desmesurada metrópolis te va a acoger con su ritmo vertiginoso e invitarte a revivir algunos secretos de esta turbulenta relación y del crucial momento histórico en que vivieron.

Puedes empezar con una visita a la Casa Azul, en el delicioso barrio de Coyoacán, al sur de la ciudad, donde Frida creció y pasó buena parte de su vida. La hermosa estructura familiar, construida por su padre, un fotógrafo de origen judío, sirvió además como punto de encuentro de los intelectuales y políticos de la época, así como lugar de trabajo de la artista cuando no vivía en la residencia en San Ángel. La casa alberga una colección de sus pinturas, entre ellas, varias famosas, como el árbol genealógico de Retrato de familia y las épicas sandías de Vive la vida, que algunos atribuyen como su última creación. Sin embargo, son el resto de obras menores las que aportan mayor luz a la compleja vida de la autora. Existe, por ejemplo, una naturaleza muerta con un marco en forma de útero, encargo expreso de la Kahlo y metáfora descarnada de su esterilidad. O realistas estudios a tinta, de cuando joven, acompañados por una carta de su mentor donde se subraya su talento y se narra el atroz accidente de tranvía que la marcaría para siempre. Abundan cartas, telegramas, fotografías con Trotsky, bosquejos realizados durante su estancia en Nueva York con Diego.

Más adelante, la exposición da paso, a través de luminosas habitaciones que sabiamente combinan el amarillo y el azul, a la cotidianidad de lo que fue el hogar de la pareja. Podemos reconocer el amor que profesaban por la cocina, admirar su vasto comedor, el generoso fogón de leña, sus muros forrados de ollas y utensilios gastronómicos. Abundan también las piezas de arte, sobre todo precolombino, que ambos coleccionaban con esa urgencia por defender y preservar la cultura indígena.

En la primera planta se halla el estudio de Frida; su colección de libros refleja una mentalidad curiosa, inquieta, revolucionaria. Hay manifiestos marxistas, autores franceses y rusos, enciclopedias botánicas. Sobre una mesa descansa su paleta de colores. Avanzamos y descubrimos un cuadro de una ilustración médica sobre el desarrollo embrionario humano; en una esquina, la silla de ruedas. Al fondo se pasa a las dos cámaras con sus sendas camas, las que ocuparía en la última etapa de su vida, cuando los dolores no le permitían mantenerse en pie. Una la usaría para pintar; la otra, para descansar. Esta última posee una delicada colección de mariposas y una urna con forma de sapo (en referencia a Diego), que contiene sus cenizas.

En un anexo, la exhibición Las apariencias engañan, basada en el título de un dibujo hallado póstumamente, desarticula la vida de la pintora a través de su vestuario. Su afición por prendas coloridas y tradicionales no era sólo un acto de rebeldía o de reivindicación de la mujer indígena, sino también una treta que le permitía disimular defectos a ojos del espectador. La muestra ofrece algunas de sus legendarios vestidos, muchos reconocibles por fotos y retratos, así como diversos corsés que hubo de llevar -Frida los decoraba con sus propios dibujos, motivos políticos, poemas de amor a Diego. La curiosidad morbosa del visitante queda satisfecha con la vitrina de arneses y piernas ortopédicas. También se incluyen fotos de su niñez y páginas de su diario original, entre ellas, la dolorosa Pies, para qué los quiero si tengo alas pa´volar, fechado en el mismo año que se le amputaría la extremidad.

No tan lejos, al norte, en la colonia de San Ángel, se encuentra la Casa Estudio de Diego y Frida. Concebida por el amigo de la pareja John O´Gorman, resultó un icono de modernidad en la época, y se la considera el primer ejemplo de arquitectura funcional en el continente americano. Ideada como dos viviendas individuales para cada uno de los artistas, la casa vio a la pareja unirse, separarse (cuando Frida descubrió la infidelidad de Diego con su hermana) y volverse a unir. La Kahlo terminó de reinstalarse en Coyoacán cuando su enfermedad agravó, pero Rivera continuó creando en la casa hasta su muerte en 1957.

El estudio bien merece una visita. El bloque de Frida acoge exhibiciones sobre otros artistas. Es la parte de Diego la que se ha procurado mantener intacta. Así, la sala que usara como taller conserva aún su caballete, pinturas, enormes alacenas con colores y tinturas, vasijas y piezas mesoamericananas. Sobre el caballete descansa el retrato de una joven morena, casi una Sara Montiel y, más adelante, un vídeo documenta parte de la creación del cuadro: podemos contemplar a un Diego en blanco y negro, de ojos saltones, casi devorando a la modelo antes de plantar la siguiente pincelada sobre el lienzo. Preside el taller una cristalera, que engrandece la sala, custodiada por gigantescos judas. Los judas son figuras que suelen representar la traición de Judas a Jesús; realizadas con carrizo y cartón, se queman en fiestas tradicionales. La pareja, fiel al arte popular, acumuló cientos de estos. Se las altas paredes penden también calaveras de cartonería. Tanta congregación de muñecos parece burlarse del espectador o invitarle a reencontrarse con sus propios orígenes: se trata de la eterna broma y reverencia que el pueblo mexicano exhibe ante la muerte.

El recorrido prosigue luego por la intimidad de Diego. El cuarto de baño, su espuma de afeitar; el dormitorio, sus zapatos (una flecha en el techo señala su altura y, si uno visualiza a la frágil Frida, comprende por qué se decía que lo de ambos era el romance entre un elefante y una paloma). En la cómoda, una escultura de dos esqueletos nupciales se vuelve a mofar del público. Y desde la estrecha cama, un cojín con bordados de Frida continúa declarando su amor eterno.

Más adelante se puede curiosear su biblioteca –más discreta que la de la Casa Azul. En la pared, una pintura representa a un tipejo adornado con el signo del dólar que se enriquece mientras sus secuaces maltratan y saquean a la comunidad indígena.

Bien es conocida la aberración de Diego hacia el capitalismo y sus variantes, así como sus radicales posturas comunistas (con el Partido Comunista Mexicano mantuvo una relación aún más tormentosa que con Frida, si cabe). La fuerte carga político-social de su obra, impide disociar al Diego artista del demagogo. En cualquier caso, experimentó con un sinfín de estilos: formó parte del cubismo, derivó al futurismo, rozó el surrealismo; pintó retratos, paisajes, panfletos, ilustraciones de libros; esculpió, trazó planos. Cuando en 1928 conoce a Frida, ya era una figura reconocida. Le sacaba ventiún años.

Es como muralista, junto con Orozco y Siqueiros, como más accesible se presenta en la capital mexicana. El mural, por su formato, te aplasta, te obliga a hincar las rodillas, a levantar la cabeza para apreciar su grandiosidad. Para entender a Diego (y a Frida, al DF, a México), son visitas obligadas el Palacio de Bellas Artes, el Palacio Nacional y la Secretaría de Educación Pública, todos en el espléndido y saneado centro histórico.

Precisaríamos meses para desentrañar el detallismo recreado en cada uno de los frescos. Cada pared viene empapada de historia, simbolismo y propaganda: desde El hombre controlador del universo (originariamente un encargo del Centro Rockefeller, pero destruido cuando Rivera incluyó un retrato de Lenin) al Carnaval de la vida mexicana (un políptico cargado de sátira, con un dictador hitleriano, burros con anteojos, bufones y calaveras, que fue retirado y no se volvió a exponer hasta 1963) pasando por las cinematográficas pinturas del Palacio Nacional (que idealizan la cultura mexica, se ensañan contra la masacre de los conquistadores y engrandecen las teorías marxistas). En estas últimas se alternan bucólicas escenas indígenas con sangrientos episodios de la llegada de los españoles, así como instantáneas con máscaras de gas, curas, mujeres desnudas y manifestantes. Y entre todos estos personajes, ¿a quién encontramos? A Frida.

Uno de mis murales favoritos, por su luminosidad y casi ingenuidad, es el del Museo Mural Diego Rivera. De quince metros de largo, titulado Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, representa un paseo imaginario por el parque, repleto de personajes imperdibles en la historia mexicana: Benito Juárez, Hernán Cortés, Porfirio Díaz, La Catrina (la calavera creada por José Guadalupe Posadas)… Frida es fácilmente reconocible en el centro.

Y aún queda tanto por ver. El DF no se acaba, es infinito.

Cercano al Zócalo, en el Colegio de San Ildefonso, dentro del Anfiteatro de Simón Bolívar, se encuentra La creación, el primer mural del Rivera. En la zona del campus de la UNAM, el estadio de fútbol ostenta un impresionante relieve suyo. En el Museo de Arte Moderno, en los jardines de Chapultepec, cuelgan más de sus obras.

En el mismo museo, al fondo de la colección de María Izquierdo, se exhibe Las dos Fridas. El espectador enfila los corredores de la galería, ignorando el resto de pinturas, hasta alcanzar, al final de un pasillo, el dramático y doble autorretrato. Sentadas una junto a la otra, la Frida de ropas tradicionales y la Frida moderna, como cuando viajara a Nueva York, ambas conectadas por una arteria y con sus manos entrelazadas en un gesto central. De las manos libres, una sostiene unas tijeras, que amenazan con partir una vena. La otra atesora un pequeño camafeo.

El camafeo de un retrato. De Diego Rivera.

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