Estoy trabajando mucho en el hotel. Entre las clases de yoga, los masajes, las horas en recepción y el restaurante, prácticamente no descanso. Por eso, al terminar mi turno, el domingo me escapo a Antigua -es eso o asesinar a la siguiente persona que se me ponga delante-, y pierdo la tarde en una terraza con los pies en alto, un licuado de menta y un libro sin abrir. Regreso más recompuesto, sí, pero aún ando con los cuernos retorcidos. En cualquier caso, parece que la jefa se ha enterado de mi día de perros y me recibe con un Pásate por la cocina, que te tengo una sorpresa. Entonces descubro en el calendario que me ha dado tres días de descanso. Vacaciones inesperadas a la vuelta de la esquina, justo el uno de enero.
Los dos siguientes días se comprimen de puro trabajo -de vez en cuando se activa la interrogante de a dónde ir: me encantaría regresar a Río Dulce, y qué decir de reencontrarme con los colegas de Livingstone, pero se trata de unas vacaciones muy cortas y no puedo perder una jornada en llegar y otra en volver. Además, me doy cuenta con una claridad demoledora, necesito mar. El chef de aquí menciona un lugar llamado El Paredón: Very chilled, me dice, Even too much for me. A poco más de dos horas de viaje, en la costa del Pacífico, podría ser una opción. Entre tanto, nuestros huéspedes andan como locos en un ambiente de pánico generalizado pues, debido a las fechas, parece que todo está reservado. Así que, como no me espabile, me quedo sin vacaciones ni hostias.
El mismo treinta y uno, en un breve descanso entre masajes, llamo a uno de los hotelitos de El Paredón -sólo hay dos en toda la aldea. No tardan en responder en un español agringado: Sí, sí, están llenos, ah, pero para el dormitorio sí hay espacio, sí, sí, sin problema. El señor se presenta como Sean. Siguiendo sus consejos, llamo al otro hotelito y allí me confirman que, a modo excepcional, para el día siguiente organizan un servicio que viaja desde Antigua a El Paredón. No sale barato, pero no quiero perder cinco horas en llegar a la costa, que es lo que supondría si me muevo en transporte público.
De manera que el uno de enero del 2015 estoy en Antigua desayunando y a medio día me monto en la furgoneta rumbo a mi destino. El carro va casi vacío y me acomodo en varios asientos. Detrás tengo a un joven de Sidney, que trae su tabla de surf bien enfundada -al parecer, El Paredón es uno de los pocos destinos de olas en Guatemala. A la salida de Antigua, el conductor se detiene, se cambia de camisa, enciende la radio y se olvida de nosotros. Yo podría quedarme dormido pero me descubro emocionado, atento al paisaje: quizá son los dos expresos de la mañana o la ilusión de mis primeras vacaciones después de unos meses.
Dejamos atrás las entradas a los volcanes, la carretera se ensancha. Luego se toma un desvío por Escuintla y, finalmente, alcanzamos una vía rodeada de paisaje árido -sobre el horizonte se levanta el cielo, celeste y despejado y, aunque no se vea, se siente que debajo queda el mar. Más adelante la carretera se torna de arena fina, se cruza un puente sospechoso y han pasado dos horas largas y, de pronto, me encuentro en la playa de El Paredón. El calor resulta veraniego, familiar. Olas del Pacífico.
He de caminar diez minutos por la orilla hasta el hotelito -por supuesto, ya me arranqué las chanclas y mis pies chapotean en el agua fresca. Cruzo un porche de madera donde se mecen cinco solitarias hamacas y sale Sean a mi encuentro, sin camiseta, también descalzo, acompañado por unos chuchos con el rabo feliz. Tiene el pelo largo, dorado y rizado, unas sutiles arrugas de pasados los cuarenta. De Wisconsin, me dice. Recuerda mi nombre.
El lugar es pequeño: cuatro o cinco chocitas con el techo de palma, unas mesas, unas butacas a la sombra con lo que corresponde a la cocina, unas decenas de tablas de surf, más hamacas y se acabó. Sean me explica el sistema: de un frigorífico puedo tomar lo que se me antoje -refrescos o cervezas, pues no hay otra cosa- y luego he de anotarlo en una fotocopia que me va a asignar. Y como se trata de un sitio modesto, la cocinera necesita saber con bastante antelación si uno desea participar en la comida correspondiente. Yo ya perdí la oportunidad para el almuerzo, pero me apunto para la cena de las siete y media. Luego me muestra mi cuarto: estoy de suerte, pues el dormitorio de cuatro camas se halla vacío. Por supuesto, nada de internet.
En un instante, suelto la mochila, me ajusto el bañador y salgo. La arena quema. A ambos lados se extiende, inmensa, la playa. Escasean las construcciones: alguna casucha -abandonada, se diría-, un restaurante que se me antoja muy lejano, el otro hotelito. Incluso las siluetas de la gente también aparecen remotas; hasta la de los escasos surferos que practican al fondo. Por eso, cuando me sumerjo en el agua ondulada, el resto del mundo desaparece. También los problemas que me martilleaban la cabeza se han disuelto. Nado, me zambullo otra vez, dejándome arrastrar por la corriente. A mi alrededor, las olas provocan una efervescente capa de espuma.
No sé cuánto tiempo transcurrirá, pero, cuando definitivamente escapo a la orilla, ha empezado a atardecer, y aunque planeo volver a mi habitación, termino regresando al mar en continuas repeticiones, en un ciclo de agua, arena y sol, agua, arena y sol. Este se hunde bajo el horizonte salado, el cielo muda, lentamente, de colores y, en el lado opuesto, la luna en Géminis brilla, casi llena.
En el porche del hotel me detengo, de nuevo, a disfrutar del espectáculo: el sol ya se marchó, pero la postal resulta tan hermosa que no puedo moverme. Sonrío a una pareja que desde las hamacas también admiran la puesta. Luego me ducho y, en un instante, los zancudos me han acribillado las piernas. Me cubro las picaduras y relajo en el cuarto, hasta que la voz de Sean me avisa que la cena está servida.
Somos siete a la mesa: una pareja de Wyoming -los mismos que he saludado en el porche-, una de Finlandia, otro americano, Sean y yo. El menú, básico y delicioso, consiste en un plato de arroz, curry, lentejas. Suena algo de música desde unos infantiles altavoces. Al ser pocos, no tardamos en presentarnos: mis compañeros están de vacaciones, huyendo del frío de sus ciudades natales y necesitados de tranquilidad. Sean menciona que estos días hubo más bañistas debido a las fiestas, pero que, muy posiblemente, mañana se termine de vaciar la playa. Una señora panzuda, con la frente perlada de sudor, intuyo que la cocinera, se encarga de recoger los platos, y ya pregunta quién va a desayunar a la mañana siguiente. Todos aceptamos.
Luego la cocinera y la finesa se retiran y el resto de comensales se divide entre el grupo de americanos, que juegan a las cartas, y Sean y el finés, que compiten al backgammon en un ipad. Yo, por no hacerme al asocial, me he acomodado en el sofá a hojear una revista, pero lo cierto es que son las ocho y media y me caigo de sueño. Menos mal que los americanos me rescatan para que los acompañe con los naipes: el juego se llama Cribbage, al parecer, muy popular en reuniones familiares o de amigos. Vamos por parejas, y me siento cual en una película de Woody Allen o Robert Altman: los chicos de Wyoming me resultan muy cinematográficos -ella escribe columnas en varios semanales de la ciudad, él usa gafas de pasta negra y una gorra que dice Austin, Texas. El otro americano bien podría representar el papel de un vendedor de automóviles o de un psicópata asesino en una comedia muy, muy negra.
Al final, somos él y yo los últimos en quedarnos leyendo en las butacas de madera, bajo una única luz; el resto ya se acostaron, incluso Sean. El reloj ni marca las diez. Luego aparecen los perrillos, y el americano, que lleva más de una semana en el hotel -Just reading books and taking naps, you know- me revela sus nombres: Mancha y Sexy, son los machos, y la perrita de las tetas puntiagudas y el hocico callejero se llama Aurora. Y a las once y media ya me he tumbado en el colchón. Despliego el mosquitero, apago el móvil; a mí nadie me levanta. Poco después me he dormido.
Sin embargo, me desvelo a mitad de la noche con unas salvajes picaduras entre los dedos de las manos. Los mosquitos se han cebado. Batallo hasta conciliar el sueño.
Me despertará la voz de Sean a través de las tablas de mi cuarto: el desayuno se ha servido. Me zampo los huevos en un asalto y, corriendo, salgo a la playa. No hay nadie en el agua, la marea se encuentra terriblemente baja y la orilla se ha recogido sobre sí misma, revelando un centenar de diminutos moluscos. Estos surcan la superficie dibujando espirales eternas. Al pisar cerca de ellos, se esconden en su caparazón o se entierran. Una ola, de pronto, los arrastra. Vuelta a empezar.
Después del baño, paseo por la playa. Quizá Sean lleve razón: si anoche no eran tantos, hoy quizá sean aún menos. Apenas me cruzo con una figura humana.
Luego, al volver al hotel, me presentan a Polo, uno de los instructores de surf, que también vive allá. Oriundo de la zona, veintisiete años, de cuerpo atlético y rostro cansado, Polo me narra sus últimos días ajetreados. El veintiocho le sorprendió con el nacimiento de su segunda hija. Como El Paredón no tiene hospital, tuvieron que montarse raudos en una lancha que los llevara hasta San José, donde el parto salió bien. Llega la madre con la criatura en brazos, una niñita de carita ya formada que todavía no tiene nombre. En el hospital, por un cambio de enfermeras, no pudieron registrarla, y todavía no se han decidido: la lista de posibilidades es larga y hortera, con nombres como Espuma o Jennifer Rachel; yo simplemente me abstengo de opinar. Entonces, sorprendiéndome a mí mismo, me planto delante de la nevera, agarro una cerveza helada y, arrastrando los pies, alcanzo las hamacas de la entrada. Me ajusto en una de ellas, la cerveza clavada en la arena, abro mi libro. Poco después se une Sean, se tumba en la hamaca de al lado. Se ha liado un porro que fuma lentamente. Su mamá es ecuatoriana, me explica, pero viven en Wisconsin. Él trabaja seis meses allá, en una restaurante italiano donde recibe descomunales propinas, y el resto del año acostumbra a viajar. El Paredón ya lo conoce: tanto que adquirió un terreno y ya está construyendo su casa. Tendrá dos plantas, dice, el techo de palma, al estilo tradicional. Luego se acomoda el silencio, sólo las olas se oyen, me duermo.
Para el almuerzo recibimos un nuevo huésped: un fotógrafo costarricense que vive y trabaja en la capital. Nos sirven ternera con arroz. Durante la recogida de platos, todos confirmamos para la cena. Yo regreso a la orilla, me vuelvo a bañar. Deambulo por la playa, adelanto el otro hotelito y descubro unas figuras que desde el agua me saludan. Se trata de una pareja que se alojó donde trabajo, me detengo a charlar con ellos: también son estadounidenses, empleados en el Colegio Americano de la Ciudad de Guatemala. Apenas llevan medio año allá, me aclaran, pero aún no se adaptan porque no es una ciudad fácil -ya lo he oído tantas veces-, con un tráfico horrible, el problema la inseguridad, la escasez de atracciones culturales. El lunes inician las clases, así que aprovechan este fin de semana para relajarse antes que el caos urbano los succione.
Leo en una hamaca del porche. Estoy devorando un clásico de astrología: un estudio sobre las lunas, de Eugenio Carutti, verdadera delicia. Me bebo otra cerveza, me baño, siento en la arena; no necesito libro ni música, sólo el horizonte. Aparecen familias locales, también los perrillos, que juguetean mientras el sol desciende, algunos críos con sus tablas; una anciana borracha de pies hinchados se sienta a mi lado, me pide dinero y me besa antes de marcharse. Cuando el sol se pierde, el cielo ya ha intercambiado sus naranjas por violetas. Venus se ilumina, la luna, también. Y en mi dormitorio, me regalo una siesta.
Descubro durante la cena a cuatro nuevos invitados: son dos parejas ruidosas, de la Ciudad de Guatemala, que han pasado toda la tarde alcoholizándose. Sean les indica que no se permiten bebidas de fuera, pero estos hacen oídos sordos y no se desprenden de su neverita. La pasta con calabacín, sabe rica y picante y, en cuanto termino, me escabullo a explorar la aldea. Pocas calles de arena, que recorro descalzo, conforman El Paredón. Hay una iglesia evangelista, una tiendecita con unos borrachos que me sisean, una edificación sin puertas, con un santo y flores dentro. Junto a un tanque de agua, en una cancha de baloncesto, los niños juegan; en una de las esquinas, han encendido una hoguera. Muy poco halagador. Cuando vuelvo al hotel, parece que todos se retiraron a excepción de los guatemaltecos, que charlan con el de Costa Rica. Yo me aparto a un lado a escribir, pero el fotógrafo se despide, y los otros no tardan en avasallarme. Me hablan a voces desde sus asientos: ¿Y de qué parte eres, vos? Intento ser cortés, pero lo que quiero es que me dejen es paz. ¿Y qué haces, qué escribes, vos? Les respondo que tengo un diario; lo normal, si uno viaja solo, pues se vuelve indispensable este volcar de experiencias sobre papel. Continúo a la tarea pero me cuesta concentrarme. Para colmo, una de ellos está tan borracha que no le importa pensar en voz alta: Él escribe en su bitácora, dice entre hipidos, Qué bonito, Es que él es bohemio; así, una y otra vez, parece un disco rallado. Al final, acabo por levantarme, me despido. Presentan una cogorza apoteósica.
No tardo en dormirme, pero, de nuevo, en la madrugada, la endemoniada quemazón me despierta, como si las picaduras de mis manos se hubieran reactivado. Luego sueño con un enorme conejo de madera dentro del salón de una casa.
Los americanos se marchan a la mañana siguiente. Desayunamos el de Costa Rica, los fineses, los guatemaltecos -que no acusan resaca- y una nueva pareja. Él, austriaco, trabaja en el Colegio Alemán de la capital; ella, chapina, parece enfadada con el mundo. Según cuentan, acaban de pasar tres días en un famoso festival en el Lago de Atitlán, un encuentro hippy y ecológico que les ha resultado una gran mentira: cientos de turistas con trenzas, florecillas y símbolos de la paz poniéndose hasta el culo, mientras la comunidad indígena observa el desfase desde el otro lado de la valla metálica. Nos apuntamos al almuerzo.
Yo abandono los debates y por supuesto que regreso al mar. Hoy está revuelto, la resaca tira. Luego me acomodo en una de las hamacas de la entrada y descubro, justo afuera del hotel, un tronco cuyo perfil asemeja un conejo. Sean, que se balancea a mi lado con su porro matutino, me confirma la sincronía: sin la menor duda, ese tronco parece un conejo.
Continúo leyendo sin tregua, apoyando cada tanto las manos en la arena, empujando la hamaca en su sonoro vaivén. Carutti desglosa la importancia de la luna a través de cada signo, sus significados inabarcables, que incluyen no sólo los recuerdos de la infancia, la imagen de la madre y de la familia, sino también las reacciones automatizadas de defensa, nuestra anhelo de contacto, la capacidad de nutrición, de entrega. Al satélite, que afecta a las mareas y al ciclo femenino, el apareamiento de los animales y el crecimiento de las plantas, se le asocia en simbología con lo inconsciente, con lo colectivo, con las capas más profundas de nuestros sentimientos. Avanzo y regreso en la lectura, subrayo, anoto, reflexiono, comparo el texto con mi experiencia y las lunas de cartas de conocidos.
Luego, durante el almuerzo, que nos sirven pollo, reparo que la chica que ha estado en el festival hippy tiene un discreto tatuaje en el cuello: concretamente el glifo de Plutón (un símbolo astrológico que representa el último de los llamados planetas transpersonales). Cuando se lo comento, la joven me mira asombrada: Nunca, me dice, hasta ahora, nadie lo había reconocido. Le pregunto si se considera una persona plutoniana -es decir, con las características que pertenecen a dicho planeta, que van desde el masoquismo hasta la sanación- y me responde que por supuesto, que ella es Escorpio. No me parece una respuesta válida pero prefiero no entrar en detalles, y marcharme al agua otra vez.
Después repetiré mi ritual de sentarme en la arena a disfrutar contemplando cómo los colores mudan, la playa se anima, los cachorros juguetean. Y cuando el sol ya no existe y, al otro lado, la luna llena avanza oscureciendo el cielo, los perrillos todavía corretean y se ladran entre ellos. Entonces, vuelvo al agua a perderme en su interior. Atrae mi mirada, al salir, una pieza de madera enterrada en la orilla: la levanto y descubro una llave atada por un cordón. Ya se ha hecho de noche.
En el hotel pregunto a Sean si la llave le es familiar. Sí, sí, me contesta, y le dejo que la examine. Cuando me presento para la cena, los chapines no cesan de darme las gracias: la llave es de su cuarto, no existe una copia, y ni siquiera habían reparado en la pérdida. Después de la comida -burrito vegetariano, esta vez- juego con Sean al Backgammon sobre el tablero táctil. Hace quince años, en el balcón de una casita de Prenzlauer Berg, en Berlín, me enseñaron este juego por primera vez. Luego me entretengo con un álbum sobre La Choza Chula, una organización para niños de la aldea: las fotos muestran a críos tejiendo pulseras, confeccionando muñecos, pintando farolas con mensajes solidarios. Su objetivo es fomentar un turismo que permita a los locales ofrecer algo genuino a los visitantes: los nenes usan materiales como cáscaras de coco o latas de cerveza recicladas. También se han organizado a los chavales para que puedan dar clases de surf, permitiéndoles ganar dinero de una manera decente, sana y divertida. Me bebo otra cerveza.
Y, de pronto, reparo que, excepto por los chapines y el de Costa Rica, todo el mundo se ha marchado. Las guatemaltecas se han sentado aparte y los hombres todavía continúan en la mesa. Me acerco a ellos, con mi cerveza. El costarricense me sonríe, solidario. De los otros, uno parece un sapo, con la cabeza muy gorda y colorada, y al segundo, que luce un corte de pelo ultra moderno, se le atasca la lengua de la borrachera. Son muy divertidos de escuchar: blasfeman más que los españoles y la charla resulta más didáctica que una clase de historia. Se han enzarzado en una defensa a capa y espada de la cerveza Gallo, que consideran orgullo nacional, así como de la franquicia Pollo Campero -una especie de McDonalds de bocadillos de pollo, que consiguió desbancar al Kentucky Fried Chicken.
– Hace unos años -dice el del pelado fashion-, cualquier abuelito que viviera donde los gringos pedía que se le enviara, lo primero, un Pollo Campero. Y te montabas en el avión y sólo se olía a Pollo Campero.
Al parecer, el mejor Pollo Campero se encuentra en la Zona 1 de Guatemala -me mencionan la calle concreta- y conforme uno se aleja del epicentro, la calidad disminuye.
Luego arremeten contra la cerveza Bravha, que no beberían ni aunque los amenazaran con fusilarlos. Y de allí pasan a elogiar el ron Zacapa. Según ellos, no puedo marcharme del país sin haber conocido sus tres iconos más importantes: la Gallo, el Pollo Campero y el Zacapa. Del resto, bromean, mejor que ni me entere.
Entre tanto, se han cargado todas sus cervezas y han vaciado el frigorífico de las Gallo restantes. Las tienen apartadas en una esquina sobre la mesa, abriendo una cada tanto. A petición mía, enumeran los nombres de las familias más ricas de Guatemala:
– Son doce.
– No, catorce.
– Que no, cerote, que son doce.
Se conocen los apellidos -y las marcas o negocios que representan- como quien se ha estudiado en el colegio una lista de los reyes visigodos.
También me cuentan sobre ellos: uno es diseñador; el otro, comercial. Y también huyen de la ciudad.
– Y, puta, pues claro que no vamos para Monterrico. No queremos más indios cerotes -se refieren a más guatemaltecos.
Y el que parece un sapo me dice:
– Oye vos, y en España, ¿cómo está la cosa con las mujeres?, ¿también los maridos le dan verga de la buena?
Se refiere a si hay mucho machismo. Según parece, en su país, la violencia de género es un problema preocupante, aunque creen que poco a poco va cambiando la mentalidad.
Se terminan las cervezas. Como la cocina la cerraron, no tienen acceso al frigorífico, así que debaten el visitar una cantina. Al final, se retiran, borrachos como cubas, nos estrechan la mano, nos abrazan. Las mujeres hace rato que se fueron. Y parecería muy tarde, pero son tan sólo las once de la noche.
En plena madrugada, repleto de picores, me despertaré otra vez. Afuera ladran los perros, las olas rugen.
Madrugo al día siguiente. Es mi último mañana y no quiero regresarme. En la orilla unos pajaritos blancos corretean, a saltitos. Paseo por la playa solitaria, me baño, recojo conchas que pretendo regalar a mis compañeros del hotel: seguro podemos montar un carillón, o decorar unos collares o unas pulseras. Recuerdo entonces un paseo de la infancia con una tía mía , por la playa, también, un amanecer. Me he criado cerca del agua. La simple presencia del mar refresca memorias y sensaciones, anhelos, deseos, me pone en contacto con el niño que fui, con la familia. Algo tiene el mar, me digo, algo tiene, que todo lo cura.
Luego desayunamos. Ha llegado más gente: dos mellizos alemanes que vienen a surfear. El chico de Costa Rica me pasa contactos para cuando visite su país. Y ya he de pensar en organizarme, pues a la tarde trabajo y aún he de agarrar una lancha, un tuk-tuk, después un bus y otro. Aún así, me permito un rato más en la hamaca, finalizo el libro: las últimas lunas son las más complejas, las que van de Escorpio a Piscis.
En estas que se me acerca uno de los chapines.
– ¿Y cuál es tu plan, vos? -pregunta.
Le explico que, con todo mi pesar, ya he de recoger y marcharme.
– Pues nosotros queremos visitar la Antigua a tomar café, vos, así que vente con nosotros.
Celebro la invitación. Nos marcharemos pasado el medio día. Y vuelvo al mar.
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