Soy Emilio, astrólogo profesional, y te ayudo a hacerle cosquillas al cosmos…

… para que el cosmos se ría contigo, te cuente sus secretos y te ayude a surfear las olas vitales

Pies fríos. (Parte II)

Poco después atravieso un jardín desordenado. Sigo la luz de una vivienda en la que no había reparado durante nuestra llegada.

Una puerta entreabierta me cede el paso hasta un salón multicolor, fluorescente, donde, sentados a una mesa redonda, un grupo de personas bebe té y conversa animadamente. Son aquellos compañeros que abandonaron el temazcal, así como alguna que otra cara nueva. También se encuentra la joven que me ha dado el masaje. Un chico de pelo largo, recogido en una coleta alta, me sonríe, pícaro, tiende una taza. Me ceden una silla para que me acomode, me felicitan: dos puertas aguantadas para un principiante, nada mal. Yo sólo sé asentir, todavía medio abobado: La cálida taza entre mis manos me ayuda a regresar a la realidad,

Estudio a mi alrededor los diseños psicodélicos de las paredes y una señora mayor me ofrece unas gafas 3D y me dice: Para que disfrutes del efecto.
Se llama Sonia, se presenta, dueña de la casa, y del centro holístico, junto a su pareja, Mauro, el guía del temazcal.

Me incorporo, divertido, y, a mis anchas, ataviado con aquellos originales anteojos, exploro el salón: descubro imágenes de venados, cactus efervescentes, seres mitológicos y alienígenas que trepan hasta la pared del techo.

– Son todos originales de Mauro -me explica Sonia.

Y, cuando le pregunto, me responde que es ella quien realiza los productos de las vitrinas de la sala del Mago. Como no disimulo mi interés, me pide que la acompañe a través de un largo pasillo -las gafas 3D todavía puestas, la taza ya vacía- hasta una puerta cuyo pomo gira, abre. Se trata de un cuarto modesto, forrado de estanterías y, estas, contemplo maravillado, se hallan, repletas hasta arriba de botes, cristales, hierbas, mezclas: su pequeño laboratorio. Hay tinturas, piedras preciosas puestas en remojo, frutas y verduras pulverizadas, aceites, arcillas. En una esquina, en una caja de cartón, puede leerse Raíz de Mandrágora.

– Es mi producto estrella -afirma Sonia -. Con este de aquí -me señala un bote con un contenido lechoso- creo unos aceites para limpiar el aura. Con este -me arrima unos polvos-, curo los sustos.

Como entiende que la escucho, me detalla el proceso de su trabajo, la búsqueda de hierbas en el bosque, las salidas al mercado. Con ayuda de un péndulo de cuarzo y una delicada báscula determina la proporción de los ingredientes. Desprende una envidiable ilusión juvenil, se mueve con gracia de una repisa a otra mientras conversa.

Cuando regresamos al salón, ya están allí los otros. También el guía, que me estrecha la mano con fuerza. Sí, sí, es de Sao Paulo -juraría que tiene veinte años menos que Sonia; al parecer, según me cuenta, la ceremonia ya concluyó, pero algunos prefirieron continuar dentro del temazcal.

– A veces -añade-, se quedan hasta el día siguiente.

Se decide preparar algo de comer, y, en poco tiempo, algunos han desaparecido hasta la cocina y regresado con unas tortillas con guacamole. Sonia rescata unas ensaladas con champiñones y acelgas del almuerzo que saben a gloria. De hecho, cada alimento se nos antoja comida de dioses, todos limpios, de buen humor, vueltos a nacer después del temazca. Aparecen Jose y Ángel, empapados, atascados bajo el diluvio, no han podido siquiera rescatar a sus colegas y se unen al banquete de madrugada. Fluye la armonía, la conversación. Se sirve más té, café, galletas. En la cocina, unos pocos lavamos los platos y ollas. Se conversa sobre el cine de Jodorowsky.

Luego nos conducen por los pasillos de aquella enorme casa hasta un dormitorio con el suelo atestado de jarrones y otras vasijas. Sorteándolos, apartando otros pocos, alcanzamos una cama de matrimonio y unos polvorientos sofás. Nos repartimos el espacio para dormir. Miro el reloj. Cuatro y media.

Temprano, sin embargo, Jose me despierta: ya se marchan. La mayoría, de hecho, se regresa al DF con sus compromisos domingueros; Jose, por su parte, va a asistir a la reunión de una logia femenina, en Xochimilco, y me propone acompañarlo. No tengo nada que hacer, así que acepto. Me despido de Mauro, Sonia y demás, muy agradecido, deseando un reencuentro, y me subo, esta vez, a la furgoneta de Ángel, una vieja Volkswagen setentera. Además del dueño del auto y Jose, también viajan Nora, Luis y Adriana con nosotros.

La primera parada la realizamos en Tepozotlán, de vuelta al centro de Ángel, y cargamos el vehículo con dos garrafas de agua marina. Luego visitamos a su mamá -la reconozco de la reunión de mexicas del día anterior-, quien nos termina de despertar con café y unas tostadas. Hemos de esperar a un primo de Ángel, y lo hacemos en la azotea de su casa natal: el día se ha levantado hermoso, soleado, no necesito mi chaqueta. El pariente llega tarde: se llama Jerónimo, tiene una melena larga, lacia y oscura, un pentáculole pende sobre su pecho. Pertenece a la escuela Wicca, una religión neopagana con fuertes conexiones con la tradición celta y bien podría pasar por extra de una película del medievo o del señor de los anillos.

De vuelta al auto, Jose me explica los pormenores de la reunión a la que vamos. La historia no puede ser más original. Un danzante huichol -un hombre medicina de uno de los grupos étnicos de México- soñó en varias ocasiones con Jose, sin haberlo conocido. Una tarde que el danzantse paseaba por el barrio de Xochimilco, a las afueras de la capital defeña, acompañado de un amigo, se detuvo ante el jardín de una casa. En su interior se reconocía la estructura de iglú del temazcal. De pronto, de este salió Jose, que se encontraba reparando su interior. El huichol no lo dudó un instante: ¡Aquel era el joven con quien había soñado! Lo abordó, se presentó, y le introdujo a su acompañante: este se llamaba Carlos.

Ese fue el primer encuentro. Desde entonces habían coincido en un par de ocasiones, para intercambiar conocimientos. Ahora Carlos deseaba restaurar el temazcal de su jardín, y, por ello, había invitado a Jose a su casa.

La furgoneta se desliza por la autopista, el tráfico es intenso pero fluye, el día brilla, y todos nos sentimos de buen humor, expectantes. Se suceden las vallas publicitarias, los moteles, las fábricas, nos acercamos a la gran ciudad.

Ángel conduce por las laberínticas callejuelas de Chochimilco -el barrio es conocido por sus canales, una Venecia urbana, en cuyas barcazas, las trajineras ) se ofrece música y alcohol dominical. Hay autos por todos lados, un mercadillo atestado de turistas nos obliga a cambiar de sentido. Después de aparcar, cargamos las garrafas y seguimos a Jose por un zigzagueante paseo -todo son casitas bajas, jardines, vallas- hasta un enorme portón donde nos detenemos. Allí llamamos.

Es Carlos quien nos abre, vestido completo de blanco: nos regala a cada uno un cálido abrazo e invita a pasar a un extenso jardín. Parece una gran celebración. Una marquesina blanca resguarda una larguísima mesa en forma de herradura: la ocupa medio centenar de invitados de alta alcurnia, sobre todo mujeres. A un lado queda el temazcal, al otro, la vivienda, y, al fondo, otra valla nos separa del canal. Una barca se mece en la puerta.

Nos ajustamos a un lateral, discretos. Esta vez son las mujeres quienes pronuncian sus sermones. La presencia masculina se limita a un par de señores, que se mantienen bien callados. Hay un joven que afina las cuerdas de su guitarra y el anciano huichol, reconocible por la tradicional vestimenta colorida, que dormita en una silla. Entre las señoras, todas ya de mediana edad, se distinguen largas y brillantes túnicas, como togas de juez o de magas encantadoras. Algunas llevan bandas sobre el pecho y destaca la que se ha sentado en el centro de la herradura: no sólo ostenta varias bandas luminosas sino que usa una maza de madera que continuamente se lleva a ambos hombros, en un gesto casi de persignación (intuyo que la mueca acompaña el uso de determinadas palabras). Entre ellas se dirigen con pomposas expresiones jurídicas o palaciegas, y títulos como Ilustrísima, Sagradísima, Excelentísima.

Es Nora quien me aclara: La logia celebra su veinticinco aniversario y la mujer de Carlos forma parte del grupo, ha ofrecido su casa para el festejo. Conclusión: Mucha plata.

Después de interminables discursos, entregas de regalos, fotos colectivas, Carlos nos presenta ante el público y nos da la palabra. Jose ocupa el espacio central, explica los orígenes y beneficios del temazcal. Luego propone varias oraciones de agradecimiento a las cuatro direcciones y unos cánticos en náuhatl -y yo, de pronto, estoy también en el centro, con un palo de lluvia en la mano, entonando versos desconocidos en lengua indígena. Las señoras se incorporan, levantan sus brazos al viento, participan gustosas. A continuación, Ángel narra su experiencia en la costa de Oaxaca, cuando durante una semana se alimentó tan sólo de agua de mar. Luis, Jerónimo y yo hemos diluido parte del contenido de las garrafas con agua natural y vamos rodeando la gran mesa, ofreciendo de una jarra la bebida. Las señoras, curiosas y bien peinadas, aceptan un chorrito en sus respectivos vasos. Ángel expone la conspiración del gobierno y de las farmacéuticas, que ocultan un bien gratuito, terapéutico y al alcance de todos, mientras inducen, con su política de terror, a que todo mexicano compre botellas de agua envasada -pertenecientes a la misma multinacional y desprovista de nutrientes y sales minerales. Para entonces las señoras nos sisean o levantan ambas cejas y estiran el vaso, invitándonos a que se lo rellenemos. Alguna alza la mano, interroga a Ángel. Este las invita a visitar el centro que está por inaugura en Tepozotlán, donde se distribuirá agua marina para los interesados y Jose pasará consulta. Parece que el discurso funciona.

Luego nos sentamos todos y nos sirven un almuerzo muy rico y sencillo, seguido de un trozo de tarta espectacular. Las mujeres de la logia prosiguen con su boato, más reparto de regalos, más fotos para el recuerdo. Se nos ofrece café.

Jose aprovecha para acercarse al huichol, que ya se ha despertado pero aún no se ha movido de su sitio, los observo charlar. El anciano carga esa expresión dura en el rostro, tan típica de los de su etnia. Cuando Jose regresa, me explica: Doscientos pesos por un un peyote; mi amigo se ha acordado de mi problema de pies. Sin embargo, no llevo ese dinero encima, además que me resulta demasiado caro para algo que crece libre en el desierto. Se lo hago saber e inconscientemente, sin entender bien por qué, me desanimo. Ángel me consuela: Tranquilo, es verdad, estos huicholes cobran mucho.

Pero Jose aparece de nuevo. Lo acompaña Carlos, que me habla: Me ha contado Jose que necesitas peyote. Nos pide seguirlo al interior de su casa. Atravesamos un lujoso salón repleto de cuadros y alcanzamos una sala, donde, en una esquina, se ha dispuesto un altar con varias figuras de Buda, un Ganesha, obras de arte huichol, y, delante de las deidades, en macetitas, crecen varios peyotes. Toma el que quieras, me dice, y se marcha. Jose también me deja.

Sé que he de usar ese momento para formular mi petición, así que escojo uno discreto, de cinco gajos, que se habrá demorado varios años en formarse, y le presento mis respetos. Poco después, Jose está a mi lado, con un cuchillo de obsidiana y una botella de alcohol donde preparará el ungüento. Agarro el cuchillo y, con mucha solemnidad y cuidado, deslizo la hoja por el borde de la planta, como ya he hecho en anteriores ocasiones, hasta rebanarla completamente. Devuelvo el cuchillo a Jose, le cedo el trozo de peyote. Este lo desgaja e introduce las partes en la botella. Sin embargo, mantiene el último gajo entre sus dedos y me lo acerca a los labios. Por unos instantes, dudo, pero él asiente, así que abro la boca, recupero el sabor amargo, la textura familiar.

De nuevo a solas, continúo masticando, por fin trago. Permanezco unos minutos sumido en mis pensamientos, hasta que me decido a regresar a la fiesta. Se oye música hindú y palmadas; han apartado las mesas y una de las mujeres baila una danza oriental, envuelta en un vaporoso vestido turquesa. En su silla, el anciano huichol duerme.

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