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Los nuevos Ulises

Fue una coincidencia planificada reencontrarme con Ágata después de seis meses: una foto mía colgada en facebook y el sorprendido comentario de su parte terminaron de alentar mi vacilante impulso. Así, varias noches más tarde, nos sentábamos de nuevo -esta vez en la pesquera Taganga- a compartir cervezas y sonrisas. La última vez que la había visto, mi amiga casi acababa de aterrizar en Centroamérica, y, por entonces, ninguno imaginaba que aquellos países, tan pequeñitos en el mapa, nos demandarían tanto tiempo; después de todo, Ágata sólo llevaba en Colombia una semana más que yo.

Preparó crêpes para cenar, yo traje fresas y un mango y, sentados en el porche de su hostal -cuando por fin las temperaturas retrocedían en aquel pueblito de cactus y anzuelos-, nos entretuvimos enrollando y deshaciendo el hilo conductor de nuestro viaje. Ambos compartíamos la tendencia a demorarnos en cada destino, sin atisbo de prisa; nos habíamos atascado con sendos voluntariados -ella, en Nicaragua; yo, en Guatemala- y, además, alcanzábamos a financiarnos -Ágata, sobre todo- gracias a las traducciones. Se habló de nostalgia, de proyectos interminables para un continente enorme, de ausencia intranquila de amigos, de sobrinos que crecen a cada minuto sin sus titos exploradores. Claro que ¿quién lo iba a predecir? -y, aunque nos hubieran advertido, ¿cómo evitarlo?, ¿cómo negarnos a ese inagotable golpe sorpresa que ataca cada vez que descubres un lugar nuevo? ¿el efecto que rejuvenece la mente, que emborrona la necesidad de volver a casa? Por no hablar de aquella brisa marina que mecía la butaca en la que nos acomodábamos…

Después de todo, concluimos, escoltados por nuestro pragmatismo, resultaba mucho más económico viajar en Latinoamérica que vivir en Europa.

– También depende de cómo te muevas -opinaba mi amiga-: Yo viajo con poco, por ejemplo, pero todavía podría hacerlo con mucho menos.

Así era: si su hostal costaba apenas unos dólares, yo pagaba un tercio de lo que ella. A cambio de ciertas limitaciones: acampaba bajo un sol inclemente en el patio trasero de una casa visitado por iguanas y gallinas, compartía una cocina minúscula con ocho compañeros más y una bombilla fundida, y debía extraer agua de un pozo para ducharme y reciclar cualquier líquido sobrante, pues no era plan de derrochar con aquella sequía. Así completaba ya mi tercera semana durmiendo en tienda de campaña, hospedado en lugares tanto o más baratos, y rodeado por una colección de viajeros que vivía y se desplazaba con lo mínimo. Algunas de sus historias encandilaban; otras, desafiaban, te hacían levantar una ceja o, incluso, reconcomían.

A mi hostal en Taganga, por ejemplo, acababan de llegar Mayu y Mary, que viajaban juntas: la primera, peruana, risueña, de una belleza indígena que cortaba; la segunda, argentina, más discreta y redondita, sobre la cabeza un bombín para recolectar las propinas; ambas lanzadoras de mazas al aire en semáforos y cruces. Sus visados habían cumplido después de más de medio año en Colombia, pero les importaba un bledo la sanción: Total, no tenemos dinero, ¿cómo vamos a pagar?

También estaba Renzo, el chileno de rostro de bebé, que dormía en una hamaca, bailaba las bolas y leía El mundo de Sofía. En el cuello y brazo se había tatuado perversas viñetas de cómic: un superman esnifando, un rostro femenino capturado en el orgasmo, dos superhéroes atornillados con un beso. Cuando cumplía su mañana, regresaba al hostal a agotar su tiempo fumando hierba, tocando la guitarra y hundiéndose entre las páginas de la novela.

Y la pareja formada por Ciro, argentino, hurgándose siempre la nariz, y Columbina, chilena, apenas adolescente con alma de nodriza; él jugaba con las clavas y quemaba palosanto, ella sonaba la guitarra y aprendía a tejer mochilas indígenas con aguja de croché.

No eran los únicos, ni los últimos. Previamente, en Palomino, bajo la protección de la Sierra Nevada de Santa Marta, había coincidido con otra muestra de viajeros infatigables: Lucy, de Venezuela, que cantaba, gozaba el teatro, tocaba el quinto y el violín; Jacobo y Daniela, dúo sentimental y artístico bogotano, narradores de cuentos para niños grandes y pequeños; Fulvia, la violinista suizo italiana, que había acompañado de gira a una banda por Perú; los chilenos Vale y Nico, que haciendo autostop conocieron a un generoso camionero que prometió transportarlos en futuros trayectos… Así, la lista podría prolongarse inacabable, colorida, y en espirales.

Las motivaciones de estos nuevos ulises y sus odiseas variaban. Algunos lo portan en el ADN: la madre del espigado Diego había sido comerciante y mochilera cuando este aún no había nacido; a Vale, de pequeña, sus papás la llevaban junto al resto de hermanos a viajar durante dos o tres meses por Chile; el intenso Sebastián había recibido sus primeras tenazas de su padre (Mira y aprende, si quieres ganarte la vida con esto, le había exhortado). Otros, al contrario, huyen de sus familiares, o les repele el reencuentro, como a Danielita, por ejemplo, que casi no se hablaba con la suya, o Cándido, Si para colmo, soy adoptado, no me quedaba nada mejor que hacer. Los hay quienes se buscan, quienes han vivido una desilusión postuniversitaria, los que han atravesado la clásica crisis de la megaurbe y aquellos que defienden el viaje por encima de todos los mandamientos. En cualquier caso, los que más, no hace tanto que superaron los veinte y, sin embargo, hace ya mucho que se tiraron a la carretera. Emiliano regresaba a Buenos Aires después de dos años de ruta, Ciro estaba por cumplir los tres, y Renzo había olvidado la cuenta pues salió de casa cuando tenía dieciséis.

Y así, a su modo, cada uno, busca la manera: los artesanos, como Sebastián, ensartan hilos, martillean el cuero, doblan alambre; existen quienes, como Brandon, cambian unas sencillas horas de limpieza en el hostal por alojamiento; quienes prueban suerte con la cocina, como Danielita; y, por supuesto, están los músicos, los que cantan, los que bailan, quienes hacen malabares, quienes hacen de todo un poco y también los que no hacen nada de nada.

Dependiendo de la ambición y talento, ajustan el horario de trabajo: algunos malabaristas prefieren madrugar, aprovechando el fresco de la mañana y el buen humor de los conductores; para vender alimentos existen dos franjas cruciales, a mediodía y media tarde, que pretenden garantizar beneficios, y, ojo, las trufas se comen frías, pero las empanadas gustan calientes; y si lo que quieres es tocar, sin duda, durante el almuerzo -si se trata de un destino turístico visitado en manada, bus programado, visto y no visto- y la cena de tarde noche, cuando el postre o la primera copa, que aligera los pesares. Aparte, si realmente no te da la gana, se te cruzaron los planetas, o el nublado te pudo, siempre puedes optar por faltar, que Fíjate qué día tan feo para trabajar, Hoy me dio hueva, No sé, hoy no tuve ganas, Me duele la cabeza,Mañana es el día fuerte y preferí descansar.

Desde luego, no malgastan el tiempo en una oficina con los cristales cerrados, o en la cola de la gasolinera esperando repostar, ni en la línea de espera para reclamar por internet. Pasan, eso sí, muchas, muchas horas en el hostal, que termina por convertirse en el hogar: manufacturando mercancía, balanceándose en una hamaca, ensayando con el instrumento, ultimando los ingredientes de la cena o, por supuesto, liándose el siguiente canuto. Y entre tanto ocio, también se aprende: los que tocan, lo hacen con más de un instrumento; los malabaristas combinan diversos artilugios; por no hablar del intercambio de materiales de artesanía, piedras, semillas, conchas, puntos de costura, recetas, información, conocimiento y más y más palabras arrastradas entre la neblina perfumada de los porros. En mi semana en Palomino amasé mis primeras pizzas, visité un pueblito koghi sierra adentro y aprendí a subirme a las telas y a colgarme desafiando el vértigo.

De vuelta al hostal, mis compañeros recuentan las ganancias. Algunos amontonan moneditas en el suelo, otros se congracian con algún billete, siempre a merced del clima, del ánimo, de un dios, si es que existe. La seguridad material no parece inquietarles: quizá por puro desapego, por desprecio al sistema o porque su estilo nómada no fue más que una opción deliberada y sus familias bien siempre pueden transferirles el monto urgente en caso que el nudo apriete.

Fieles al aforismo de Lao Tsé, que sostiene que el verdadero viajero no tiene planes fijos ni la intención de llegar, estos jóvenes tampoco muestran preocupación por alcanzar su destino. A veces, penan, se retrasan, concentran enormes esfuerzos para ahorrar para ese billete; otras, se montan en un bus que los saque de la ciudad y allá estiran el dedo hasta que la suerte a cuatro ruedas los recoja. Nico y Valen se dirigen hacia el sur y se conforman con ganar kilómetros en esa dirección, no importa cuántos, y luego deciden si acampan, duermen al cielo raso, etc. Danielita, lo mismo. Sebastián se marcha a vender a un festival de Riohacha y, como no tiene plata, prefiere esperar a un bus de madrugada mil pesos más barato. En cuanto llegue, ubicará un semáforo para bailar los fuegos y sacar lo suficiente para el alojamiento.

Y, como cualquier guerrero, también sufren: alguna noche se quedan varados, sin techo ni brújula, en medio de la carretera; otra, les asaltan con toda la mercancía, la ganancia generosa, Para una vez que había tenido buena venta; o enferman de chikungunya y el dolor de las articulaciones les impide sonar la guitarra o aporrear la tambora; o comprueban cómo sus amigos se pudren con la golosina de la coca, Y es que está muy barata…

Algunas mañanas les flaquea la voluntad y el ánimo: Mary se deprime sólo de pensar en salir al semáforo; Mayu se achicharró bajo el sol de un cruce y, para colmo, un policía de inmigración la interrogó aunque logró salvar el culo; a Nico y Valen les fue regular vendiendo empanadas; Emiliano alza sus muñecas doloridas, Dicen que hay que esperar un año y podré volver a tocar bien. Pero también rememoran los milagros, el ángel disfrazado de conductor que los rescató del arcén y los invitó a un chuletón de kilo y medio; el extranjero que les regaló un celular, Que luego perdí, pero ya se había roto; aquel poblado indígena que los recibió por varias semanas y compartió sus conocimientos mágicos y milenarios.

Mientras los días se deslizan, mis amigos conservan el delicado equilibrio; algunos se conforman con que el reloj de medianoche toque sin desfallecer de hambre. En Palomino, lo indispensable es recolectar lo que la tierra regala: cascamos varios cocos deliciosos que en seguida compartimos; de la huerta vecina no faltan los limones; un señor me regala unos nonis que licúo con mango y yogur. De acá a poco, me avisa Daniela, empieza la temporada de mangos. En Taganga, a más de treinta y cinco grados, se alterna el arroz y el huevo de la tienda -con suerte, alguna salchicha, una chocolatina Jet- pero la llegada de Mary y Mayu revitaliza la pequeña hornilla a gas. Renzo interrumpe sus descansos con estudiada y efectiva ternura para solicitar que si aceite, agua, café, azúcar… hasta fuego con que encender su pipa. Me enseña unos acordes de Manu Chao y un rasgueo nuevo al ukelele. A última hora, Ciro y Columbina visitan las tiendas para sacar barata la fruta y verdura pocha que nadie desea.

La tarde que Ágata me devuelve la visita en mi hostal, preparamos una cena de pasta integral y ensalada, rica y básica, con jugosos tomates, un brillante pimiento rojo, y algún condimento que ella aporta. Renzo se sienta con nosotros a la mesa, invitado, y descubre el sobrecito de aceite de oliva, indispensable para el aliño. Cuando me pregunta, curioso, por el precio, le miento, y aún así, la cifra le parece exagerada. En ocasiones, pienso, algo culpable, estos chavales han de considerarme un alienígena, montado en mi nave espacial Macbook, batallando por conectarme a skype o subir una foto a facebook. En cualquier caso, la cena sale deliciosa.

Después acompaño a Ágata de regreso -asegura que al día siguiente se marcha- y desciendo hasta la playa. Las barcas de los pescadores se mecen pensativas en la bahía y el paseo marítimo vibra de turistas, puestecillos de artesanos y vendedores locales. A las once y media, cuando ya me doblo de sueño, regreso por calles de tierra, hasta mi hostal, entre perros melancólicos de orejas mordidas. Mis compañeros ya se retiraron, el patio de la casa se halla en completa oscuridad. Después de tres semanas acampando, me he acostumbrado a dormir en la tienda y descanso cual cachorro. Antes que el sol caliente, sin necesidad de alarma, me despertaré.

Varios días más tarde me planto en Cartagena de Indias y, en menos de un pestañeo, su espíritu colonial me ha hechizado. El embrujo incluye abundante café expresso, iglesias estéticamente iluminadas, una muralla contra los piratas, negocios de diseño y precios obscenos. Por recomendación llego a otro hostal barato en el barrio de Getsemaní y, cuando entro, coincido con unos huéspedes de rastas eternas que regresan del mercado con bolsas de fruta gratis. La vieja casona parece un almacén de artículos circenses: las mazas saludan por debajo de las literas, las bicicletas se acumulan con los monociclos y los aros se enredan en las paredes grafiteadas. Unos ventiladores zumbones acolchan el calor aplastante del puerto caribeño.

En la Plaza de la Trinidad tropiezo con Fulvia y, al día siguiente, aparecen Nico y Valen -con la hermana de esta y el cuñado, quienes llevan un año a dedo por Sudamérica. Compartimos el sábado despilfarrando pesos, cada uno con sus razones: a Valen, los padres le enviaron dinero por su cumpleaños; Fulvia se desquita en sus últimos días en Colombia antes de volar a Brasil; y a mí, simplemente me apetece disfrutar de mi dinero. Los cafés y batidos nos cuestan casi tanto como el alojamiento y, después, se suceden las arepas de carne y huevo. Para la noche, Fulvia y yo hemos acordado liarnos la manta a la cabeza y, tras ducharnos, arreglarnos y perfumarnos, nos plantamos en un centro cultural y pagamos por un concierto de jazz afrocaribeño. El local posee un restaurante de comida fusión y Fulvia ordena unos arancini rellenos de verduras con unos aderezos, cuya mezcla obliga a cerrar los ojos y a aferrarse a algo seguro de tan buena que está. Desde el escenario, el saxofonista plantea un recorrido hasta su Cartagena natal desde el Hamburgo donde vivió.

Al salir, un viento fresco y adolescente se cuela entre las esquinas. Regresamos a la Plaza de la Trinidad: se ha llenado de gente y, en su centro, un payaso se prepara para actuar; un jovencito raquítico con la cara pintada, tirantes, camisa a rayas, que carga un monociclo. Cuando por fin se decide a actuar, el mal equilibrio se obstina en devolverlo al suelo pero el público, embriagado con la fabulosa temperatura, le regala sus ovaciones y aplausos.

Yo contemplo el cielo estrellado: al final, me digo, las estrellas brillan para todos, de día y de noche, para ulises con horario de oficina y también sin él, y las plazas se encuentran abiertas para cualquiera que desee perderse en ellas.

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