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Los caprichos de la memoria: El exconvento Bucareli

A Carlos, Myrna, Fabián

Dicen que la memoria es de lo poco que nunca nos podrán robar, aunque la cámara de fotos, sí. Fue lo que le sucedió a mi colega Fernan, cuando lo asaltaron en Río de Janeiro. Horrorizado, presenció cómo los atracadores ignoraban sus súplicas, extraían la tarjeta de su supercámara y la rompían en pedacitos ante sus propias narices.

En mi caso, al sufrir de despiste crónico, no preciso de participación externa, me basto y sobro yo solito. De hecho, podría narrar mi existencia a partir de episodios de pérdida. Una gorra granadina en la capital de Tasmania, una camiseta de Nirvana en las afueras de Bangkok, un sinfín de guantes y bufandas en una nevada Berlín. O dos gruesos y caros diccionarios técnicos recién prestados de la biblioteca en mi Málaga natal –lo que me impidió el uso de la institución por el resto de mis años lectivos. He perdido buses a Madrid, trenes a Manchester, aviones a Barcelona.

En ocasiones, la toma de conciencia del extravío es inmediata (como en el caso de los diccionarios o una maleta de mi compi de piso en Edimburgo). Uno sabe dónde, cuándo, cómo, y casi el porqué. Llegué incluso a acuñar una frase que presumía que “Sólo pierdo para volver a encontrar”, pues acostumbro a recuperar ¡y cuánta dicha en el reencuentro! Sin embargo, otras veces, la pérdida es un misterio indescifrable, difuminado por la niebla neptuniana y entonces hasta dudo si el objeto realmente existió.

Sin ir más lejos, hoy he caído en la cuenta que dos tarjetas de fotos, que cubrían la mitad de mis siete meses de viaje, han desaparecido. Carezco de sospechosos y aunque podría otorgarme el beneficio de la duda, todo apunta –fijaos en mi historial delictivo- a que el único pringado y responsable he sido yo. Con los ires y venires, debo de haberlas guardado en el lugar equivocado, y/o se cayeron y/o vete a saber.

Y vale por la gorra, vale por los diccionarios, vale también por una falda floreada que tanto me acompañó en Melbourne, pero las fotos, no, las fotos, no, por favor. Tres meses y medio, casi cuatro, que comprenden la estancia completa en Cuba y parte en México. Con lo que me divertía ante la puntualidad monástica de un madrileño que, en Xilitla, todas las tardes se estresaba ante el ordenador del ciber, obsesionado con subir sus fotos a una nube digital, no fuera qué. Cuánto me divertía. Ja. Ja.

Si se me concediera la oportunidad de escoger, de recuperar sólo un momento de los hermosamente viajados, la elección no resultaría fácil. Decidirme entre los atardeceres lluviosos y marítimos de Baracoa, los números musicales de la trova de Santiago, los retratos hechos en un minuto de Ernesto en Cienfuegos, la divertida e irreverente sonrisa de Coco en La Habana, los piecitos descalzos de Lorenzo transportando mi ukelele, el reencuentro después de cinco años con mi amiga Ana, las tardes culturales en la brumosa Xalapa… Sería tan difícil.

Aunque quizá, sólo quizá, me decantara por unas fotos que realicé un atardecer mágico en la Sierra Gorda, cuando visité el bellísimo Exconvento Bucareli.

La Sierra Gorda, auténtica desconocida para los mexicanos –lo he comprobado en la perplejidad de sus rostros cuando les relato mi itinerario-, cubre el tercio nororiental del estado de Querétaro, y constituye la zona con mayor diversidad biológica de México, desde el perfumado pinar de alta montaña al indeciso semidesierto. Posiblemente, la fama de su vecina, la huasteca potosina, haya relegado a un muy segundo plano la grandeza de esta zona, que no tiene nada que envidiarle al resto de sierras del país.

Me embarqué en la aventura, animado por Carlos, mi anfitrión de Querétaro, cuya familia materna procedía de allá. Después de un par de horas en el bus, dejada atrás la Peña de Bernal, la carretera se internó por un espectáculo de montañas y desfiladeros, que sinuoso, ascendía, se revelaba. Un violeta plomizo inició a colorear las cumbres. A través de las destartaladas ventanas, el viento soplaba fresco.

Después vinieron los bosques: un manto verde, uniforme, oloroso y tupido, que cubría la superficie con la suavidad de las nubes. Ante mí se extendía un horizonte infinito de cordilleras. Sentí que aquel viaje podría durar días sin fatigarme.

El hechizo, sin embargo, se rompió al descender en Pinal de Amoles, un diminuto pueblo de altura y mi primer destino. El viejito de la caseta de turismo me informó que el alojamiento más barato costaba 800 pesos. Como el señor no parecía tener mucha idea, interrogué a varios locales. La respuesta fue idéntica: cabañas y ecoturismo –un término utilizado en México para aludir a hospedaje en bosques, y que viene a significar exclusividad y sacadero de dinero. Podía acampar en un camping cercano pero el taxi me cobraba casi el pasaje que acababa de pagar de bus. Cabreado, maldiciendo entre dientes, paseé unos minutos por el pueblo, y enfilé la calle principal, dispuesto a proseguir mi viaje hacia Jalpan, el siguiente pueblo.

Sisearon a mis espaldas. Me giré y topé con una pareja. Tímido, el chico se me acercó. Estrechó su mano con fuerza: Fabián. Ella, bajita y algo hippy, se llamaba Myrna. Me explicaron que el viejito de turismo los había reclamado: Echadle una mano a ese extranjero, que encuentra el alojamiento muy caro, y que ellos me ofrecían un lugar donde dormir. Al preguntarles el precio, respondieron que no me preocupase. De nuevo otro golpe de suerte, pensé, otro ángel de la guarda, típico de mis viajes.

Aceptada la invitación, caminamos hasta casa de Myrna. Durante el paseo, se presentaron mejor. Fabián procedía de Tepic y trabajaba en la administración del centro médico del pueblo, mientras que Myrna era del lugar y cuidaba los niños de la escuela infantil. Vivía en una bonita casona de dos plantas y chimenea, con vistas al valle.

Poco después de haber soltado mis cosas, habían organizado una excursión con otros amigos al mirador de los Cuatro Palos. Nos dividimos en varios coches, y en menos de media hora ya habíamos aparcado, y ascendíamos por un empinado sendero, que anticipaba un paisaje fabuloso. En efecto, cuando alcanzamos la cumbre, nos regaló una visión de la sierra fantástica. Aquellas montañas simplemente no tenían fin.

Éramos los únicos visitantes y el aire corría intenso. Los chicos prepararon un picnic con cervezas, algo de picar y reggae en los altavoces. Luego el sol bajó, y el frío no obligó a abrigarnos. Poco después, desándabamos la pendiente para regresar al pueblo. Fabián se vino a casa y nos dieron las tantas charlando, bebiendo y fumando. De vez en cuando nos asomábamos por el enorme ventanal del salón a contemplar el cielo repleto de estrellas. Me tapé con varias mantas.

Dormí hasta tarde. Según lo planeado, sobre el mediodía debía presentarme en el lugar de trabajo de ambos, edificios colindantes, para partir a recorrer la Sierra Gorda. Llegué tarde, pero nos retrasamos aún más, pues todo parecía moverse muy despacio en aquel pequeño lugar.

Cuando Myrna y Fabián finalmente se desocuparon, saltamos al coche de esta. Al parecer, se habían decidido por las cascadas del Chuveje, en la zona oriental de la sierra y a mucha menor altura. A medida que el coche se ajustaba a las interminables curvas, el verde oscuro del paisaje se alimonaba y hasta podíamos concluir que hacía calor. Me sentí afortunado por aquel encuentro y generosidad, pues sin ellos, sin un coche, explorar tanto como hicimos, me hubiera resultado imposible.

Al final de un breve paseo por el bosque, apareció el Chuveje. Posee una caída de treinta metros aproximadamente, y a sus pies forma una piscina de agua helada. Nos acomodamos frente a ella. Myrna y Fabián conversaban sin parar, discutiendo entre bromas, como una veterana pareja de casados. Descubrí que no hacía tanto que se conocían, que Myrna era mamá soltera y al hijo lo custodiaba el padre, un artesano de Oaxaca, y que Fabián, por problemas en su trabajo previo, había sido destinado a Pinal. Dormitamos. De vez en cuando se arrimaban turistas temerarios para chapotear en la gélida piscina.

Ya bien entrada la tarde, mis nuevos amigos se enfrascaron en la planificación de los días venideros. Al parecer, mi llegada había despertado sus espíritus viajeros y andaban deseosos de aventuras. Volvimos al pueblo, preparamos las mochilas y nos lanzamos de nuevo a la carretera, montaña abajo. Adelantamos el desvío de Chuveje, alcanzamos Jalpan, donde cenamos, compramos alcohol y una linterna. La noche se respiraba agradable, en mangas cortas, a 450 metros sobre el nivel del mar. De allí conducimos hasta la vereda del río Ayutla, dispuestos a acampar.

La fama del Ayutla se debe a un cruce, en el que se le adhiere un afluente, que hace que las aguas se enfríen de una ribera y se calienten de la otra. Por la noche no pude apreciar el lugar –que tampoco me impactaría demasiado al día siguiente, pero sí admirar las laboriosas constelaciones que se entretejían sobre nuestras cabezas. Sacamos el ukelele y el tequila y engañamos al cansancio, hasta que el sueño nos pudo.

Fue el momento de estrenar la tienda de campaña que me habían regalado en Cuba y descubrir que se monta en un periquete; y que tres personas, pequeñas, borrachas y de lado, se acomodan a la perfección.

Amaneceríamos perezosos, con el techo cagado de mierdas de pájaro. Fabián se sirvió la primera cerveza y yo me sumergí en el río, dispuesto a comprobar la veracidad de los rumores. Y sí, de un paso a otro, súbitamente, el agua se torna fría, y fuerte, la corriente. La mañana se escapó sin prisa, entre baños, disfrutando un sol que calentaba rico.

Tras el almuerzo, nos animamos a regresar. Mis amigos continuaban planeando por mí. Al día siguiente, Myrna viajaba a Querétaro para un congreso de educación, y propuso que la acompañáramos, y de allí, dirigirnos por el norte hasta la Media Luna, una zona conocida por su lago, donde acamparíamos varias noches

Y por qué no. Sin problema. Aunque me apetecía conocer el Exconvento Bucareli. No tenía muy claro de qué se trataba, pero el nombre resultaba atractivo. Myrna se mostró reacia. Aseguraba que se tardaba bastante en llegar. Yo bromeaba y la acusaba de perezosa, pues el mapa parecía demostrar lo contrario.

En Pinal, vaciamos el maletero y me apremió: Dale, date prisa, que nos vamos.

Y cuánta razón tenía: a pesar de la corta distancia, el camino es retorcido y de muy mala carretera. Myrna dirigía con cautela. Los neumáticos chirriaban y disparaban guijarros al vacío a medida que nos sumergíamos en las profundidades de la barranca. Ante nosotros, las paredes rocosas dibujaban extrañas figuras en su superficie. Tuvimos suerte de no cruzarnos con otro coche. Fue un largo viaje.

En Bucareli, atravesamos la aldea, las sombras ya alargadas, y en el extremo surgió, mágico y desolado, el exconvento. Enigmático entre aquellas montañas, resistiendo el azote implacable del viento, allí se alzaba, de piedra. Tres campanas inertes presidían la entrada. Su belleza metafísica, me arrastró de inmediato a otros destinos por visitar, recordándome la naturaleza eterna y viva del Viajar.

Un viejito de harapos sucios que ya se marchaba, se acercó y ofreció amablemente a recuperar la llave y abrir el lugar para nosotros.

Mientras regresaba, merodeamos el edificio. Entramos en una nave lateral sin techo, ya presos del hechizo, dedicándonos a fotografiar aquel paisaje, aquel vacío.

El anciano empujó el portón, cediéndonos el paso a un pacífico claustro en cuyo centro borboteaba una fuente flanqueada por rosas amarillas. Lo seguimos bajo la sombra de la arquería, volvió a extraer otra llave y entramos en el museo biblioteca. El edificio, nos explicó el señor, había sido construido como misión por los franciscanos a finales de 1800. Llegó a albergar a más de treinta seminaristas. Sin embargo, con la Revolución y la persecución de los religiosos, estos se vieron obligados a huir, abandonando el lugar. Ahora, un grupo de ancianos de la aldea lo cuidaban, por turnos, y custodiaban.

Y entre abrir y cerrar puertas, continuamos visitando el lugar: la iglesia, la capilla inconclusa, el confesionario. Las celdas. La cocina. Y luego nos sentamos a charlar en el jardín. El tiempo discurría sereno, como el agua de aquella fuente central.

Por eso, pese a las intenciones, se nos hizo tarde. Nos despedimos del entrañable viejito, prometiendo regresar, y, apenas nos subimos al auto, la noche compacta se desplomó sobre nosotros. Myrna condujo aún más despacio.

Exhaustos, de vuelta a casa, preparamos los macutos para la divertida aventura que nos aguardaba.

*

Ahora, reviviendo aquel viaje, me doy cuenta que, posiblemente, la memoria valga más que todos los álbumes de fotos del mundo. Aunque, a veces, una imagen puede resultar de gran ayuda, si nos hemos despistado y queremos volver al camino.

Me cuestiono si debía haber imitado al madrileño, en lugar de burlarme, y haber asegurado mis fotos en un almacén digital –después de todo, tampoco son tantas que hago al día. También sé de aquellos viajeros –japoneses o no-, incapaces de desprenderse de su cámara, relegando el presente al clic del obturador.

Pero ¿qué es más importante? ¿El momento? ¿O el recuerdo que nos forjamos de él? Y entonces, si olvidamos algo, ¿qué ocurre?, ¿deja de existir para siempre?

Al final, se me ocurre, estamos a merced de la memoria y sus caprichos. En sus manos se halla la capacidad para minimizar una tragedia o desmitificar aquel encuentro que, creímos, marcó nuestras vidas. Así es ella, la memoria, dueña y señora de nuestra historia.

Cuántas preguntas, demasiada inquietud. Tanta que ya me siento hasta triste, así que mejor paro de escribir.

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