Sáltatela.
Ahórrate el viaje.
Nosotros aterrizamos y desde el aeropuerto cogimos un taxi directo a la costa. Yo sólo pasé una noche y porque ya no había buses. A mi novia le robaron la mochila a plena luz del día.
Las críticas y malas experiencias no escasean cuando el viajero retrata la Ciudad de Guatemala. Es horrible. Es cara. Es muy peligrosa. Tal es su mala fama que, en el argot mochilero, a la capital se la conoce como Guatemala Shitty (Guatemala de mierda).
Lo cierto es que, nada más pongo un pie en ella, entiendo que he dejado atrás el frío cordial e indígena de Xela o la tranquilidad artificiosa de la vecina Antigua. La capital es, como su nombre indica, una ciudad con más de cuatro millones de habitantes para confirmarlo y los próximos destinos van a quedar irremediablemente matizados por mis impresiones de la urbe. No es que sufra ninguna de sus temibles maldiciones, no; pero mi pupila va a retener un fuerte contraste de imágenes con efectos secundarios.
En cualquier caso, no he podido disfrutar bienvenida más cómoda. Roberto, mi futuro anfitrión de couchsurfing, pasa casualmente por Antigua, donde me hospedo, y me recoge en su coche, ahorrándome los inconvenientes del transporte público. En menos de una hora ya hemos alcanzado la capital. Propone dar una escueta vuelta por el centro antes de llegar a su casa. Diceescueta por la falta de atracciones turísticas; él mismo es consciente del poco atractivo de su ciudad natal. Sin prisa, conduce por calles semidesiertas, me ilustra con breves explicaciones: aquí el Palacio de Correos, allá el Cuartel de Policía, ese es el Museo del Ferrocarril. Rodeamos el zócalo, o Parque Central, demasiado vacío para una tarde de domingo. En un cruce me insta a subir la ventanilla: Para evitar percances, añade. Entonces reparo que soy el único pasajero con el cristal bajado. El resto de coches viaja seguro: lunas tintadas y hasta arriba.
La Ciudad de Guatemala se divide en departamentos llamados zonas. Roberto vive en la zona 16, en un barrio residencial en el bosque de las afueras: su vivienda pertenece a un edificio ecológico que funciona con paneles solares. Dejamos la mochila y sugiere salir a aprovechar el resto de la tarde. Diez minutos después en coche, alcanzamos un lugar llamado Cayalá. Se trata de un centro comercial diseñado a modo de pueblo. Sus casitas blancas, su arquería, la plaza mayor con torre y reloj, sirven como coartada para alojar un sinfín de comercios chic. Las tiendas de decoración se alternan con finos restaurantes, proveedores de teléfonos, algún cajero automático, y en sus calles pasea un tropel de familias en exquisita armonía. Hay parejas acarameladas, jóvenes en bicicleta, niños que corren con globos en las manos.
– La gente sabe que aquí puede pasear sin miedo- explica Roberto.
En efecto, el lugar parece tranquilo. También abundan los vigilantes de seguridad, de chaqueta y dispositivo a la oreja. Adelantamos el stand para el alquiler de bicis. Junto a una construcción de aire neoclásico, se abre un balcón estupendo y muchos visitantes aprovechan para fotografiarse allí con el resto de la ciudad de fondo, abajo, lejana. Una hilera exagerada se ha formado frente al Starbucks, apenas lo inauguran: no sé cuántos iphones cuento, cuántos Dockers, cuántos Burberrys, cuánto collar brillando al cuello… y un laberinto de tacones de aguja. Mi anfitrión quizá descifra mis pensamientos.
– La brecha entre los que tienen y los que no es muy grande -dice-. Y, lo peor -añade-, es que los que tienen, no saben tenerlo.
Nos unimos a la cola. Por un cortado me cobran veinticuatro quetzales.
Para llegar al centro desde casa de Roberto debo caminar unos veinte minutos por plena carretera, esperar un autobús herrumbroso y luego aguantar otra media hora de recorrido. Es eso o quedarme en casa. Pero prefiero salir todos los días.
Una vez bajo del bus, hago lo de siempre: caminar. Sí que visito algunos lugares: El hermoso Palacio Nacional de la Cultura, por ejemplo, antigua residencia presidencial construida durante una de tantas dictaduras. Su Patio de la Paz alberga una escultura de dos manos que sostienen una rosa y rememora los Acuerdos firmados entre 1991 y 1996. Cada día, a las once de la mañana, se dice que la rosa es reemplazada por otra fresca. También entro en la Catedral Metropolitana, donde un mendigo con cara de ángel se me une y acompaña durante el recorrido, me explica las bondades de cada talla presente y anima a peregrinar hasta Esquipulas, a presentar mis respetos a su santo favorito, un Cristo negro.
También descubro alguna que otra cafetería. En la zona 4, al final de una calle repleta de fantásticos grafitis, me sirven un café excelente con un sandwich de tofu. En la zona 1 o centro, la famosa Saúl, con sus cebras y carteles de cine, cumple como burbuja de paz postiza frente al desorden callejero. En la misma zona, el Café León sorprende agradablemente. Delante de mi taza abro la casi intacta guía y me lanzo a recopilar datos, en un intento por comprender. Frases, cifras, mapas. Altitud: 1500 metros. Casi 5 millones de habitantes contando la zona metropolitana. 21 zonas. La advertencia es clara: no visitar las zonas 18 ni la 6 ni la 5. Tampoco se recomienda el centro caída la noche. Índice de polución: 33 microgramos de partículas contaminantes 2,5. Hermanada con Madrid y Caracas entre otras. Tres terremotos catastróficos. De ahí, salto a leer sobre el país. 39% de población indígena. 48 presidentes desde que se instaura la República. 27 años de guerra civil. Más de 200.000 víctimas. Una Nobel de la paz controvertida. Otro de de Literatura muy respetado. Un cantautor adorado en toda Amércia Latina. 33 volcanes.
De vuelta al zócalo todo el mundo me sisea y pretende vender droga. De allí parte una avenida peatonal, conocida como la Sexta. Se trata de la arteria principal del centro, de las no recomendadas en la oscuridad; de día, una hilera de comercios interminable y lugar de trabajo de tantos vendedores ambulantes. Una calle hecha a gritos, a gritos de A quetzal, como pregonan los vendedores. No puedo dejar de caminarla. Obsesionado por el recorrido, la ando y desando en contadas ocasiones.
Hay niños vendedores, niñas, viejos, jóvenes, tullidos, embarazadas, gente de color, emigrantes, padres, madres, familias enteras… con mercancía de toda clase, de toda la que se pueda comprar por un simple quetzal: pegatinas para el móvil, banderitas de Guatemala, bolsas de supermercado, cordones de zapatos, pendientes, llaveros, medias.
Sentadas en pequeñas sillas unas negras panzudas trenzan el pelo. Un señor delgado y venoso patrocina cada día el mismo juguete de alambres para copiar ilustraciones. Los muchachitos de las bolsas se agrupan cada tanto con breve chisme antes de seguir voceando.
La Sexta vibra de gente: gente que vende, gente que camina muy, muy rápido, gente que entra y sale de los comercios, gente que pide, gente que compra. Y yo voy entre esa gente. Observo a esa gente. La estudio. Y encuentro a la gente fea: encuentro a los hombres feos, las mujeres feas, los niños feos. Reconozco sus bocas sin dientes, los pelos necesitados de un nuevo tinte, la ropa apretada en sus cuerpos blandos. Intuyo los hombros agarrotados por la prisa y el miedo, la expresión evadida de pura ignorancia. Hay parejas ebrias que discuten, arrastrándose, aspirantes a raperos con gafas horteras, un travesti gigante que lee las cartas. Hay escotes decorados con tatuajes carceleros, pantalones con parches, lentejuelas, etiquetas enormes y falsas. Todo se siente barato, cutre, horrendo…
A quetzal, a quetzal, a quetzal, gritan a mi lado. Es una niña de no más de diez años. Vende globos de Dora la Exploradora.
En el Museo de Arqueología encuentro a un gallego que trabaja en la Ciudad para una ONG. Cada fin de semana que puedo, me largo, admite. El trabajo es duro. Mucha pobreza y discriminación. Si eres de la zona 18, por ejemplo, como aparece en tu identificación, nadie te acepta en un empleo. Estás directamente borrado del mercado laboral.
Esperando un semáforo, se me presenta un salvadoreño. Es que aquí se está mejor que en mi país, dice. En el Centro Español me trago una película alemana.
Una tarde me pierdo y descubro una universidad pero el guarda no me permite visitarla -ni siquiera atravesarla para acortar camino. Normas de seguridad.
Suelo regresar a casa en el último bus de las seis y media. Casi siempre se sube algún comerciante a vender golosinas. Algún padre con el hijo enfermo: un problema de la cadera, una deformidad del brazo revelado en medio del discurso. Una vez aparece una pareja de expresidiarios que a gritos apelan a Dios y a nuestra bondad: necesitan dinero para volver a su pueblo de origen y con nuestra cooperación se apartan del acto de delinquir.
Cuando el bus arranca, me parece repleto de pasajeros de rostros tristes. En el asiento delantero, un niño se vuelve y me estudia con una curiosidad insolente, no aparta sus ojos de mí.
Me siento culpable. Invasor.
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